¡Feliz Año!

Si hay una fecha que descoloca totalmente a un viajero es la Navidad. Primero porque (por lo que veo) cada sitio tiene una idea tan parecida como diferente, de lo que son estas entrañables fechas y segundo porque…  en algunos sitios es verano.

Y es que pasar una Navidad con calor es raro y no porque esté acostumbrado al frío, la nieve, la lluvia y a esa tacita de chocolate que tomaré con mis manos enfundadas en las mangas de un jersey previamente dado de si… No, lo extraño es ver cómo en la televisión todo el mundo se pela el culo de frío, mientras tú quieres arrancarte la piel a bocados porque te da calor y una cancioncita te recuerda que no puedes maldecir nada porque hay que «adoraralniño-adoraralniño-que ha nacido Dios…».

Con esa premisa en la cabeza, andas por la calle y observas cómo la intención navideña está… pero a su manera. Papá Noël saluda a los niños con su campana, pero dentro de las tiendas, no vaya a ser que le de una lipotímia. Todo el mundo se acerca a los muñecos de nieve hinchábles, pero no por que sean bonitos, sino porque desprenden aire fresquito y todos los supermercados colocan sus mejores adornos invernales, para que  el espíritu nunca decaiga. De hecho, y en un alarde de globalización sin parangón, una conocida tienda de ropa, se ha pasado las estaciones por el arco del triunfo y ha decidido colocar toda la publicidad de su colección invernal en esas calles a 30 grados, que tanto evocan una bufanda y un buen par de guantes.

Y entonces te entra la morriña y empiezas a pensar en cosas que nunca pensaste echar de menos, como los polvorones, el turrón, las peladillas… ¡¡mmmm!! Y te acercas a una tienda y te dicen el precio de una torta de turrón del duro y… se te quitan las ganas. Pero luego lo vuelves a pensar y lo vuelves a mirar y echas cuentas y dices «Un día es un día» y terminas comprando el turrón y los Ferrero Roché y vas a casa con toda la ilusión del mundo y te das cuenta de por qué esas cosas se venden sólo en invierno…

Pero lo que más me ha sorprendido este año han sido las cenas navideñas y es que en vez de tener trescientas cincuenta y siete, tienen una rápida, sencilla y tarde, para que exista la excusa de decir: «¡Uy! mira qué hora es… ¿esta gente tendrá que dormir, no? Pa’casa.». La cosa es así: se queda a eso de las 22.30-23 de Noche Buena. Como no hay discurso del Rey, se cocinan varios platos, se preparan los regalos bajo el árbol y se espera pacientemente hasta que el vecino loco de turno, marque las doce a base de espectáculos pirotécnicos de dudosa procedencia y seguridad. Sales de de la casa (más por cuestión de ver si se te quema la casa, que por otra cosa), vuelves dentro y comienzas a comer. Cuando todo el mundo termina, se dan los regalos y luego… luego la verdad es que se me prometió un festón, pero ni mis vecinos los parranderos se animaron, por lo que la cosa parece que terminaría pronto, si no llega a ser por las luces de Navidad. Sí, esas que se iluminan de forma aleatoria y tienden a inflamar el árbol de plástico que las soporta… Esas… Las que tienen una canción que se repite una y otra y otra vez, hasta que se te graba a fuego en la frente… Esas… las que como son cortas, parece ser que es necesario añadirles cinco juegos más, para ponerlas todas a la vez con la misma musiquita pero con un retardo de medio segundo que provoque la imposibilidad de escuchar melodía alguna y termine poniendo nerviosos a todos los perros del vecindario… Esas… Esas no se callaron hasta ayer día 5 de Enero…

Viva la Navidad y sus costumbres…